¿Ciudadanos o consumidores?
Cecilia Castaño
La democracia se sustenta en el pacto permanentemente renovado entre los ciudadanos y los partidos políticos. Elección tras elección, estos ofrecen a aquellos propuestas orientadas a mejorar el funcionamiento de la sociedad y las vidas de los ciudadanos. La letra de ese contrato la constituyen los programas electorales. Hasta aquí, todo parece de perlas. El problema, como siempre, es la interpretación de ese contrato. El problema es, también, la perversión de lo político por la vía de su asimilación al mercado general de bienes y servicios, con la ayuda de los medios de comunicación de masas y la publicidad.
Los partidos políticos representan intereses concretos de grupos o clases sociales. En el siglo antepasado, en España, los partidos representaban los intereses (preferentemente económicos) de los únicos que se podían expresar políticamente en un marco de sufragio censitario: la aristocracia reconvertida en propietarios agrícolas y la burguesía comercial o industrial. Para la clase trabajadora fue muy costoso construir su conciencia de clase (a partir de una vanguardia educada y organizada en sindicatos) y constituir partidos que a duras penas defendieran sus intereses. Cada partido defendía un modelo de sociedad sustentado en teorías filosóficas y económicas que, aunque muchas veces eran difíciles de entender por sus afiliados y votantes, justificaban la preponderancia de unos u otros intereses. Si estas concepciones antes se hacían explícitas de forma abierta, hoy no todos se atreven a mostrarlas sin pudor. Solo la jerarquía católica española se expresa sin cortapisas en este aspecto.
Las cosas tampoco han cambiado sustancialmente hoy día en cuanto a las concepciones básicas. Los más favorecidos defienden, ayer como hoy, su derecho a quedarse con el beneficio, a no repartir y constituir ese hecho en una base de privilegio para su grupo social. Por el contrario, los menos favorecidos defienden el reparto y la igualdad de oportunidades. Lo que más ha cambiado es la forma de defenderlas. Si el interés anterior se definía de forma colectiva –la sociedad mejora cuando lo hace su grupo social más representativo- hoy se define de forma individual –la sociedad mejora cuando el individuo vive mejor-. Sin embargo, no todos los partidos son la misma cosa.
Se puede considerar al ciudadano como persona inteligente, con criterio, exigente, capaz de decidir por sí mismo, y por tanto ofrecerle un programa elaborado a partir del conocimiento de cuáles son sus necesidades y deseos y tratar de satisfacer a la mayoría y especialmente a los que tienen menos oportunidades. Por el contrario, se puede considerar que es un mero consumidor en un mercado de masa estandarizado, cuya única actividad política consistirá en depositar el voto cada cuatro años, y que reaccionará como un autómata ante los impulsos de una publicidad machacona, basada en una subasta de ofertas más propia de las rebajas, o de la competencia entre marcas, que de la necesaria confrontación entre proyectos políticos y concepciones de la sociedad alternativos. Esto tiene mucho que ver con el grado de vitalidad o pasividad de una sociedad a la hora de defender los derechos individuales y colectivos y responder ante los abusos. Mientras más débil sea esa vitalidad, más probable es que se trate al ciudadano como masa. Pero la vitalidad y la pasividad también pueden ser estimuladas.
Las pasadas elecciones municipales de 2003 y generales de 2004 son una buena muestra de cómo funciona esto. Hay programas que apelan al ciudadano como sujeto de derechos y otros que apelan directamente a su capacidad adquisitiva o, en términos electorales primarios, a su capacidad de consumir servicios privados, incluso financiados públicamente. Los primeros pretenden resolver los problemas desde una perspectiva general, considerando por tal que, si existe un problema social, todos
acabaremos siendo víctimas de alguna manera. Otros, tratan de blindar a una parte de la sociedad frente a los problemas sociales. El dilema aparece de manera clara en numerosas opciones. Por ejemplo, entre la prevención del delito y la seguridad privada; o en la apuesta por el transporte público frente a las autopistas de peaje. Por mucha publicidad que se haga, el porcentaje de la sociedad que se beneficia de los servicios privados es muy inferior al de los públicos.
Ya que se observa la política desde el mercado, conviene recordar que el sistema de masa estandarizado inició su crisis en los años setenta y en la actualidad no constituye una herramienta válida para las empresas que pretenden mantener su presencia en la competencia global, porque no es flexible ni permite adaptarse a mercados cambiantes.
La transferencia de este sistema a la política puede ser rentable a corto plazo, siempre que se mantenga convenientemente controlados los medios de comunicación –caso de Berlusconi en Italia- y los ciudadanos acepten los mensajes publicitarios. Pero sin duda ello redundará en una escasa vitalidad social. Cuando los criterios económicos –incluso los anticuados- se trasfieren a la política, lo lógico es que desde la política vuelvan a los negocios. El problema es que la vitalidad de una sociedad, su capital social, su capacidad de aprovechar los impulsos positivos de cambio no se pueden partir en trozos. Por el contrario, tiende a poseer una coherencia interna y a funcionar en una sola dirección, tanto cuando esta es positiva para el avance, como cuando se engancha en concepciones trasnochadas que lo hacen más dificultoso. Esa es la gran responsabilidad de los partidos políticos.
Cecilia Castaño es vocal de la Junta Directiva del Club de Debates Urbanos