Ha muerto hace unos días el arquitecto-urbanista español más influyente en las tres últimas décadas del siglo XX. Desde su cátedra de la Escuela de Arquitectura de Barcelona y, sobre todo, desde el Laboratorio de Urbanismo (LUB), fundado por él en 1968, su labor docente y su papel de maestro de varias generaciones de arquitectos interesados por la ciudad, ha sido clave.
En primer lugar su labor investigadora y codificadora sobre las “formas del crecimiento urbano”, que acabó plasmándose como libro en 1991 (edición castellana de 1997), donde sistematiza la lógica formal y la génesis de los diferentes tejidos residenciales que configuran la ciudad catalana a la largo del siglo XX (y, por extensión, la ciudad española). La importancia de este texto estriba en encuadrar con claridad las formas de la ciudad como resultado de procesos de parcelación / urbanización / edificación específicos y de carácter colectivo. Cuya expresión espacial no se agota ni, en realidad, se puede entender a partir de la simple consideración de edificios aislados, por sublimes que estos sean. Solà supo encuadrar la arquitectura, las diversas arquitecturas, en su matriz urbana, la única capaz de conferirles un sentido, de hacerlas inteligibles.
Su protagonismo en revistas como Materiales de la Ciudad, Ciencia Urbana, Arquitecturas Bis o UR, va en ese sentido.
Sin embargo, sus primeras preocupaciones por las técnicas y los instrumentos de planeamiento—recordemos el trabajo colectivo en defensa de la Barceloneta—se vió enseguida relegada por su dedicación al “proyecto urbano”. Entendido como actuación concreta, incluyendo su concepción y su materialización física, sobre una pieza urbana de tamaño medio o pequeño. Probablemente la reordenación del Moll de la Fusta, uno de sus primeros proyectos, es también el más influyente y exitoso. En él aúna la resolución de un problema de tráfico urbano, de transporte público y de aparcamiento, con la configuración de dos espacios públicos de máxima relevancia para la ciudad: el Paseo Colón, fachada urbana del casco medieval, y el antiguo Muelle de la Madera, contacto de la ciudad con el mar. Convirtiendo este último en uno de los espacios más hermosos y frecuentados del centro de Barcelona.
Más tarde, el proyecto de un importante edificio, la Illa de la Diagonal en colaboración con Rafael Moneo, supone otro ejemplo de intervención urbana destacada. Una obra de arquitectura serena y responsable (y a la vez contemporánea) puesta al servicio de la resolución de un delicado problema urbano: completar un importante tramo del eje más significativo de la ciudad, la Avenida Diagonal, construyendo a la vez un complejo programa edificatorio y funcional. Un edificio que reune viviendas, un hotel un Centro Comercial mucho menos autista de lo que suelen ser estas instalaciones y que ordena en su fachada trasera un calmo y atractivo espacio público.
Quizás el envés de esta trayectoria tan brillante, ejemplificada solo por dos de sus realizaciones emblemáticas, haya sido, como adelantaba, su abandono de los temas de escala grande y de mayor compromiso disciplinar: el “proyecto de ciudad”/ planeamiento urbano y el “proyecto territorial”/ planificación comarcal o metropolitana. Incluso el planeamiento parcial/ proyecto del barrio o el distrito residencial, después de aquella brillante anticipación de 1977, también en colaboración con Rafael Moneo, para el Sector 10 de Lakua en Vitoria-Gasteiz.
De ahí las limitaciones de exportar a escala territorial el proyecto urbano, definiendo el “proyecto territorial” como objeto primordial del Master “Proyectar la Periferia”. En mi opinión la ordenación de las periferias contemporáneas debe ir más allá de la elegante inserción en ellas de un nuevo vial o de un nuevo edificio relevante. Debería pasar por una serie de opciones estratégicas y concatenadas sobre la estructura de los transportes públicos y las redes arteriales en relación con las lógicas de localización de usos y tipos edificatorios, con la definición de nodos de urbanidad-complejidad. El “proyecto para la periferia” solo alcanza su pleno sentido dentro de una política de conjunto de ordenación/ reordenación de los territorios periféricos. De igual manera que el proyecto urbano es un magnífico instrumento para resolver problemas específicos una vez que se dispone de un plan de ciudad que lo enmarque y de sentido (como intentó con excelentes resultados otro urbanista desaparecido hace ahora un año, Juan Luis Dalda Escudero, en Santiago de Compostela).
En las luces y las sombras de un profesional y un intelectual tan destacado como Solà-Morales, pienso que se suman y contrastan los éxitos analíticos y proyectuales de escala micro con una cierta responsabilidad en el descrédito del planeamiento urbanístico, en el abandono de los mecanismos públicos de regulación del espacio de vida colectivo. El irónico y despectivo “Plan, Rataplán” con el que Solà saludó el muy interesante Avance del Plan General de Ordenación Urbana de Madrid de 1983, pese a haber sido consultor de su equipo directivo (Leira-Gago-Solana), es un exponente de estas sombras que su lucidez en otros campos no debiera ocultar en el momento de su desaparición.
Ramón López de Lucio. Madrid, 1 de marzo de 2012