En “Adiós al Cervantes de Bruselas” (El País, 13.3.2015) Lucía Abellán hace una enjundiosa descripción de lo que está pasando en el Instituto Cervantes, “en un momento en que la institución ha perdido un 36% de aportaciones públicas” (acaba de vender su histórica sede, por 3,23 millones de euros, a un país, Etiopía, cuyo PIB es el 4 % del español).
Con estricta simultaneidad, El País y todos los medios están dando más que cumplida información sobre la búsqueda de los restos mortales de Cervantes en el madrileño convento de las Trinitarias Descalzas; y, mientras se va conjeturando qué se podría hacer con los huesos del escritor, aparecen en las fotos científicos que revuelven los de otros muchos madrileños que pretendieron “descansar en paz” junto a las Trinitarias.
En 2004, Cees Nooteboom estaba preparando su magistral Tumbas de poetas y pensadores. Vino a Madrid, a la calle de Lope de Vega, y preguntó a la monjita del convento si estaba enterrado ahí Cervantes; la respuesta (muy española, según el escritor holandés), fue esta: “Sí, pero no está aquí”. Repensemos ahora esa respuesta: Cervantes, el meollo de Cervantes, está pero no está entre esos restos. Está, más bien, en el universal legado que hizo a la lengua española. ¡Cuánto mejor emplear los esfuerzos en esto, en el Instituto que lleva su nombre, que en remover esos polvos!