Desde que en el siglo XVIII se sentaron las bases de la contemporánea cultura de preservación del patrimonio arquitectónico, el proceso del turismo —o del prototurismo— se ha ido generando en interacción con ella (cabe, incluso, que hablemos de una cierta y sana convivencia entre las raíces de ambos conceptos en siglos anteriores). Con el nuevo orden establecido tras la II Guerra Mundial, la ampliación y mundialización de la noción de patrimonio ha corrido pareja con el extraordinario auge de la industria turística. Y en nuestros días, en fin, cuando en algunas ciudades históricas ya ha aparecido el término «turismofobia» y se adjetiva a esa industria como esencialmente «depredadora», podemos constatar las interferencias entre ambos vectores; caracterizar, en concreto, el conflicto entre dos opuestas visiones: la patrimonialización turística del bien (su restricción a este uso sobrevenido) frente a la dimensión urbana del patrimonio (como uso propiamente ciudadano).
Dejemos claro que no se trata de contraponer la conservación del patrimonio arquitectónico con el fenómeno del turismo (y la fenomenología que conlleva). Si nos encastillamos en los extremos —de un lado, quienes ven en la actual práctica turística un agente erosivo per se; de otro, quienes la contemplan como recurso económico al que no hay que poner cortapisas—, poco se puede avanzar. Convendría, más bien, establecer un razonable —si pudiera ser, «simbiótico»— equilibrio entre lo uno y lo otro.
En esta deseable coexistencia, tiene protagonismo la tan traída y llevada cuestión de la accesibilidad. En coherencia con la progresiva socialización del bien patrimonial producida en la historia —desde la propiedad privada del coleccionista de antigüedades en el Renacimiento hasta el actual concepto de «patrimonio de la Humanidad»— se ha ido conformando un ya irrenunciable derecho: el de acceso y disfrute del bien. Hoy, este acceder al patrimonio arquitectónico (acceso tanto cognitivo como material) puede y debe ser garantía de conservación; pero puede, también, plantear fricciones: ya lo consideremos desde las expectativas del turista (o de sus agentes, más bien) ya desde el rechazo del ciudadano a perder ese disfrute patrimonial —y por tanto, ese ser accesible— en su genuino valor de cotidianidad.
Cuando un edificio, un conjunto urbano o una plaza pública se descontextualiza de su realidad social por hipertrofia de su uso turístico, se produce una merma patrimonial; y con ésta, el riesgo de producir configuraciones aisladas —cuando no, indeseables parques temáticos—. La «musealización» del bien produce, con cierto sentido contradictorio, un menoscabo de lo que se quiere «poner en valor» (por utilizar este expresión tan generalizada como peligrosamente imprecisa).
En Madrid se nos presenta ahora un caso que ilustra el mal acuerdo entre presión turística y conservación de valores patrimoniales. Me estoy refiriendo al proyecto de Patrimonio Nacional para «accesos a la Armería del Palacio Real de Madrid, Museo de Colecciones Reales y Campo del Moro». La plaza de la Armería, aun siendo de reciente conformación, constituía —ahora veremos el porqué del pretérito— un momento estelar en el paisaje urbano de la ciudad. El hecho de que contara con los debidos niveles de protección (después, merced a la mágica varita descatalogadora, no tenidos en cuenta) avalaba sus reconocibles valores patrimoniales; desde los puramente formal-arquitectónicos hasta los paisajísticos: aquel espacio, como un plano metafísico y tajante, abierto al horizonte, en que se irguiera en soledad la estatua del monarca que implantó la capital de su imperio en tal lugar precisamente. Valores estos que eran captados y degustados por usuarios propios y ajenos: tanto por viajeros y turistas como por los habitantes de la ciudad; a unos y a otros se les podía —insisto en el pretérito— ver juntos, compartiendo las asombrosas puestas de sol junto a la verja que cerraba la plaza por su lado occidental.
Eso fue así hasta 2003, cuando comenzaron las obras del voraz Museo de las Colecciones Reales. La franja oeste de la plaza perdió su carácter y su suelo público (¿el Ayuntamiento tiene algo que decir?); el monumento a Felipe II desapareció (mejor es no indagar dónde y cómo se encuentra ahora); y la verja de marras…
Ahora que las obras del interminable museo parecen avanzadas, salta a la palestra un detalle que, sorprendentemente, no estaba contemplado: la accesibilidad directa de los visitantes desde Palacio. He aquí el quid —no quiero decir la razón— del proyecto que examinamos.
¿Qué es eso de que los sufridos turistas tengan que salir de nuevo a la plaza, se mezclen con los vecinos del lugar y hayan de pasar otra vez por las horcas caudinas de los controles y arcos de detección? ¡Nada de eso! Solución: se desplaza la verja hacia oriente un buen tramo (25 m de ancho), ocupando el suelo público y parte de la fachada de la catedral; y todos contentos. ¡Segregación perfecta!: los visitantes, por un lado (el de las fabulosas vistas); por el otro, los frustrados ciudadanos (que sólo verán el desfile de turistas encarrilados, como en los pasillos de vidrio y seguridad en los embarques de los aeropuertos).
Aun por si alguno de esos madrileños tuviera intención de entrar al —ya privado— mirador, con su ticket y en horario de visita, se pretende intercalar en la verja (justo en el lugar del que fue apeado Felipe II) dos nuevas construcciones para el necesario control: dos cabinas de diseño que se dice «transparente» y que (a juzgar por las perspectivas que incluye el proyecto) se nos aparece inexplicable; como inexplicable nos parece que estas construcciones, por mucha transparencia que aleguen, puedan ser compatibles con el nivel de protección de Palacio Real y su inmediato entorno.
Paremos un momento, por favor. Estimemos las verdaderas necesidades; consideremos ese deseable balance entre intereses. Con el proyecto que se está tramitando sabemos bien lo que se pierde; pero, en verdad… ¿qué se gana?
Madrid está esforzándose ahora en obtener la nominación Patrimonio de la Humanidad para el eje del Prado. Aquí está, junto a Palacio, la otra margen —la primigenia— de la ciudad histórica (no menos merecedora de tal mención). ¿Es mucho pedir una cuidadosa atención a los altos valores patrimoniales que aún conserva? ¿Es mucho reclamar acciones que, lejos de propiciar su deterioro, favorezcan la articulación del uso turístico —no sus «efectos perversos»— con la función urbana y social?
España, primera potencia mundial en el binomio patrimonio/turismo (segundo país, después de Francia, en turismo; y tercero, tras Italia y China en sitios declarados por la UNESCO), debiera liderar las buenas prácticas en la conjunción de ambos conceptos. Tal política de turismo cultural tendría que ser de interés estructural para el Estado y para sus organismos públicos. Uno de éstos es Patrimonio Nacional, quien tanto ha hecho y sigue haciendo en pro de la conservación y adecuada gestión de destacadísimos conjuntos históricos (que en buena parte son patrimonio mundial); lástima sería que su labor de tanto tiempo —continua, callada y sin ostentación— se viera ahora desleída por una intervención tan poco atenta a ese indicado binomio como la que aquí nos ocupa.