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“Los medios utilizados en la búsqueda de la verdad forman parte de ésta
Karl Marx (cita de memoria)
al igual que el resultado. La verdad no es sino el conjunto desplegado de
esos medios”
El “problema de la vivienda” es una consecuencia del de la desigualdad. Es en este último donde reside el origen del primero, por más que éste al retroalimentar al segundo lo agrave todavía más.
Así fue en su primigenia manifestación y formulación como tal, es decir cuando a principios del siglo XIX la imposibilidad o extrema dificultad de las gentes para procurarse alojamiento, pasó de situarse en la esfera individual a constituir un problema social, adquiriendo la respuesta al mismo, en consecuencia, también esa misma dimensión y naturaleza. Es por eso que solo entonces, entrados ya en la Edad Contemporánea, se codifica con ese nombre: el “problema” o “la cuestión” de la vivienda.1
Y por diferente que en tantas cosas sea hoy la situación doscientos años después, la esencia sigue siendo la misma: la desigualdad como principal generadora del “problema”. O de modo más preciso, de las diversos problemas o diferentes formas en que se presentan las dificultades -o la imposibilidad – de procurarse un techo. Incluso para hacerlo muy lejos de aquella “dignidad” tan retóricamente proclamada en el texto constitucional, con rango de derecho. Éste tan sistemática y clamorosamente desatendido, como incumplido ha sido el mandato a los poderes públicos para darle satisfacción.
Interrelación entre los dos problemas aludidos o si se prefiere entre el problema matriz o principal y sus derivaciones, que se manifiesta con claridad en relación con los alquileres de vivienda. Y máxime ahora, cuando con toda la propia especificidad de éstos, las mencionadas “derivaciones” adquieren tintes de especial gravedad y alarma justo en los momentos en que el primero se agudiza.
Y es que a mayor desigualdad, más envergadura y gravedad reviste “el problema” o problemas de vivienda. Y cuanto más agudos e insuperables sean éstos, más intolerable y odiosa se volverá la desigualdad.
Esa relación recíproca en la que el problema derivado retroalimenta al principal es muy específica de la vivienda. Puede que no sea exclusiva, pero de momento no encuentro otro ejemplo de problema en que suceda algo igual y de similar transcendencia a lo que ocurre con la vivienda.
En un contexto en que la desigualdad crece (como ha ocurrido después de la Gran Recesión tras la crisis de 2007-8) porque descienden los ingresos en los deciles inferiores, si al mismo tiempo se producen -como se han producido- incrementos fuertes y sostenidos en los precios de la vivienda, y en especial en el segmento de la vivienda que se ofrece en alquiler, la cuota correspondiente a ese gasto se hace insoportable sobre todo para quienes han visto reducidos sus ingresos. En otras palabras se agudiza “ el problema de la vivienda”.
Se pone entonces de manifiesto algo que pudo aprenderse hace ya casi 50 años leyendo a Bernardo Secchi:
la vivienda funciona como un impuesto regresivo, es decir el porcentaje de renta disponible disminuye tras el gasto en vivienda y lo hace mucho mas en las capas inferiores de renta que lo que sucede en las superiores.
Es decir se acrecienta con ello la desigualdad.
Respecto a otros efectos de la desigualdad las cosas suceden de otro modo. Por ejemplo, en el efecto sobre la “esperanza de vida” puede ocurrir incluso lo contrario: los pobres viven menos o mueren antes y más y en consecuencia merman el numero de individuos que más padecen la desigualdad y en cierto sentido -solo en ese- la hacen que estadísticamente disminuya o se suavice (algo de eso predicaba Malthus hace años).
Tal es la situación a fecha de hoy y tal es lo que explica que pese a ser el de los alquileres y su alarmante evolución un problema circunscrito a solo un sector2 de población relativamente menor, se haya colocado en el centro de la preocupación, y de la confrontación política, antes incluso- por desgracia- de haber ocupado el debate ese mismo lugar.
Es en este contexto donde, en vez de la lucidez y el sosiego mental exigidos para afrontar un problema grave y urgente a la vez, solo el ruido y la confusión comparecen. Y es desgraciadamente hacia estos últimos a donde la disputa- que no debate- sobre la cuestión aquí referida se reconduce. Y se hace englobándola- en totum revolutum – en todas aquellos desacuerdos más o menos reales, más o menos gestuales, más o menos ´tacticistas’, que debidamente amplificados sirven a un principal, exclusivo- y obsesivo – fin: ahondar en las brechas más frágiles del gobierno de coalición, para así dinamitarlo o mejor aún para que implosione3 por sí mismo.
La confusión tiene su arranque en un malentendido mayúsculo. Pareciera como si dos partes de un mismo gobierno, compartiendo ambas idéntico objetivo, discreparan exclusivamente en los medios para alcanzarlo. Si así fuese, el debate tendría que circunscribirse al de la mayor o menor eficacia de lo que cada una de esas partes propone.
Pero no es el caso, por más que las apariencias y una disputa cargada de ideología (en la peor de sus acepciones, es decir como mera expresión de “falsa conciencia”) lleven a pensar lo contrario.
Y de este modo, es decir sin completa aclaración del objetivo, y sin someter las opciones alternativas al veredicto empírico sobre su respectiva eficacia, el acuerdo o resulta imposible, o la búsqueda de un quimérico punto intermedio (aquel en donde residiría la “virtud”), puede desembocar en algo que tiene lo peor de cada uno de los dos polos alternativos.
Para resumir, el desacuerdo se presenta entre la opción de regular normativamente el precio de los alquileres en los llamados “lugares tensionados”4, frente a la opción de arbitrar incentivos fiscales. En la segunda, éstos se ofrecen a a modo de gratificación a los “buenos caseros” que acceden a rebajar voluntariamente sus precios (que no su rentabilidad), en la esperanza de que su ejemplar conducta cunda o que, de otro modo, los “egoístas” que no se sumen, sufran la presión de la competencia de los productos de más bajo precio.
Ahora bien, para que el estímulo fiscal realmente funcione -cosa harto dudosa- requiere compensar socialmente al propietario por la parte del precio que deja de percibir. Un precio formado/determinado en y por un mercado especialmente desequilibrado.
La esencia de la fórmula no es otra que la de una antes ya ensayada y fracasada, de clara inspiración liberal (al igual que ésta): subvencionar al inquilino para que pueda pagar el precio del alquiler en ese mismo mercado perturbado.
Así, lo que en aquel caso -subvención- era aumento del gasto público , en el otro- el del incentivo- es disminución de ingresos para el Estado y por tanto deficit fiscal5. El resultado es idéntico : son los contribuyentes en su conjunto los que alimentan las ganancias extra de la minoría propietaria de pisos en alquiler6 y de paso -por su efecto sobre los precios inmobiliarios- de quienes podrán obtener mayores ganancias en ese mercado ( el inmobiliario).
Cosa ésta muy distinta al esfuerzo social (de los contribuyentes) en ayuda de una política del Estado que combate la desigualdad y defiende a los desfavorecidos (siempre que al tiempo haya una política fiscal en idéntica dirección).
Sin embargo, lo que nos vende esta parte neoliberal del “Gobierno de progreso” es muy distinto; una vez más es algo así como consagrar desde el Estado la “acumulación por desposesión”.
La parte antagónica a su vez, además de rechazar con razón esta fórmula debería tener más en cuenta las limitaciones de la propia.
En primer lugar siendo consciente -y poniendo coraje para explicarlo -de que no es sino una medida parcial, incompleta, no del todo verificada en su eficacia y con visibles problemas de implementación, en su seguimiento y control. Una medida pues, que ha de enmarcarse dentro de una concepción normativa cuya misión principal ha de ser la defensa de la parte contractual estructuralmente más débil, es decir el inquilino y no ya la de
una arbitral mediación de conflictos entre simétricas partes.
Para ello sobra cualquier ley de arrendamientos y basta con el mercado y el código civil, como anticipadamente vio aquél proto-neoliberal que en rapto de modernidad derogó en los 80 la ‘vieja’ ley de arrendamientos mediante aquel decreto- ley de infausta memoria (Decreto Boyer7).
No caben señuelos, solo a través de una consistente, decidida, continuada y sostenida en el tiempo política de producción pública de vivienda en alquiler, intencionada e inteligentemente espacializada, además, y con episodios incluso de política de choque en su arranque, cabe pensar en un camino eficaz de afrontar este crónico problema.
En ella habrían de inscribirse medidas como la que ahora sostiene en minoría una parte del gobierno que hoy -por fortuna – tenemos.
Política alejada de una visión del problema circunscrita a “los pobres”, por más que éstos sean objeto de preferente atención.
Y ,en definitiva, una política propia de un Estado social en vez de una de Beneficencia que prolongue la del viejo Estado liberal.