Eduardo Mangada
Inicio estas líneas provocadas por la noticia-anuncio publicada en El País (12-5-2013) bajo el título “Urbes dentro de la ciudad”, complementada en la página siguiente con el reclamo “El campus no es solo para los estudiantes”. Frases que encabezan un largo artículo en el que se ensalzan las virtudes de la nueva sede central del BBVA en Madrid.
Que el proyecto arquitectónico esté respaldado por las firmas de los maestros de Basilea Jacques Herzog y Pierre de Meuron es una garantía de la alta calidad del conjunto edificado que, como todo proyecto arriesgado y novedoso, estará sometido a duras controversias, disciplinares y ciudadanas, pero que, sin duda, será un hito significativo de alta calidad en Madrid.
No es sobre el edificio en sí sobre lo que centro mi atención, sino sobre la forma en que la ciudad se va construyendo y configurando física y socialmente, como una constelación de miniciudades o ciudadelas, cercadas y unifuncionales.
Creo haber manifestado antes, en diferentes foros y medios, mi crítica contra la proliferación de “campus” “ciudades de …….” o “parques temáticos” que van implantándose en la trama urbana y en el tejido territorial de nuestras ciudades y regiones metropolitanas. Nuevas formas de acoger los grandes centros corporativos (la Ciudad Financiera del banco Santander, el Distrito de Telefónica, la miniciudad del BBVA), las sedes de instituciones públicas (Campus de la Justicia) o el más grosero e inmoral Eurovegas.
Para justificar este tipo de promociones se suele apelar a dos argumentos. Por un lado, el más creíble, es la “necesidad” o voluntad de afirmar el poder de una empresa o una institución, mediante una gran y esplendente fábrica arquitectónica, sea el rascacielos más alto o la forma más novedosa, pero siempre lo más caro. Por otro lado, se defiende la conveniencia de concentrar en un solo ámbito especializado y acotado todas las distintas dependencias y personas necesarias para el funcionamiento de la empresa o la institución, frente a la falta de eficiencia que supone la dispersión de los distintos servicios, diluidos sobre la trama de la ciudad existente.
Sobre el primer argumento poco puedo decir, ya que en una sociedad dominada por los grandes poderes financieros, vinculados a las grandes corporaciones empresariales, su poder necesita materializarse en símbolos físicos que se impongan sobre el paisaje urbano. Iconos en los que se concentran un ostentoso conjunto “materiales nobles”, alardes tecnológicos, todo ello enaltecido (a veces camuflado) por la firma de arquitectos estrella. Monumentos que, vistos de uno en uno, como objetos autónomos y ensimismados, pueden valorarse, en algunos casos, como bellas piezas de arquitectura.
Sobre la implantación de las citadas miniciudades o ciudadelas como forma de construir una ciudad y un territorio, puedo sintetizar mi opinión en un juicio radical: es una forma perversa y empobrecedora del desarrollo de una ciudad.
La falta de eficiencia en el funcionamiento de una empresa debida a la dispersión en la ciudad de sus edificios y personas cabe considerarla dudosa, si tenemos en cuenta la capacidad, rapidez y fiabilidad de las nuevas tecnologías de telecomunicación, que no impiden los contactos cara a cara en los momentos precisos e incluso ocasionales que propicia el medio urbano. Desde un punto de vista de la cultura urbanística, la extracción del centro de las ciudades de los grandes equipamientos, edificios, actividades y personas de poderosas corporaciones o instituciones públicas, supone un empobrecimiento del paisaje urbano, tanto físico como social, ya que estamos borrando piezas simbólicas de la arquitectura que forman parte inseparable de la imagen de la ciudad (tengo en la memoria el centro poderoso de Manchester). Y con los edificios vaciamos aceras, bares, autobuses, etc. de un conjunto de personas que enriquecen, hacen más complejo (incluso sanamente conflictivo) el conjunto de la ciudadanía. Vaciado de edificios o su derribo, emigración de segmentos de la población, que achatan el paisaje arquitectónico de la ciudad y empobrecen la diversidad de sus habitantes. No olvidemos que la ciudad es la expresión de lo complejo, de la mezcla, de la hibridación de espacios, actividades y personas.
El traslado de actividades, propias de la centralidad, a esos nuevos guetos unifuncionales y homogéneos, incluso en su vestimenta, en sus corbatas, nos conduce a concebir y percibir la ciudad como un salpicado de “ciudadelas”, cada una con su “señor”, su “muralla” y su “ejército” o cuerpos de seguridad propios. Casi un paisaje medieval, como acertadamente ya denunció Umberto Eco hace años. Algo que me he atrevido a llamar la “no-ciudad”.
No quiero aquí abrir un debate disciplinar. Prefiero limitarme a comentar algunas de las “explicaciones” y loas contenidas en el artículo de referencia, al relatar los contenidos y formas de la nueva sede, de la pequeña nueva urbe del BBVA. Un artículo que refleja las opiniones de la directora del Proyecto Nueva Sede y de varios arquitectos urbanistas.
Como gran beneficio para la ciudad, Susana López afirma que “se van a acabar los taxis que van de un lado a otro”. Un ir y venir difuso que poco o nada perturba el tráfico urbano, colapsado por el vehículo privado, que no por el transporte público. Unos taxis que van de un lado a otro que serán sustituidos por avalanchas de taxis y coches privados concentrados en las entradas y salidas de las nuevas ciudadelas. Peligro que se hace evidente cuando, en el mismo artículo, se dice que la ubicación de estas nuevas ciudades empresariales “van dos pasos por delante de los transportes públicos”, trasladando a las distintas administraciones su posterior dotación y financiación, externalizando los costes sociales de una promoción inmobiliaria. Es verdad que las grandes empresas proporcionan, a veces, benevolentes aportaciones económicas, construyendo una pasarela peatonal, una nueva estación de autobuses junto a la puerta de la nueva sede e, incluso, prolongan un tramo del carril bici para “los empleados más deportistas”, que “contarán con unas duchas para entrar a trabajar bien limpios”. Todo un alarde de solidaridad ciudadana.
Y una vez dentro todo son ventajas para empleados y directivos. “Las miniciudades están diseñadas para compensar la lejanía del centro para los empleados; se puede dejar al niño en la guardería, ponerse en forma en el gimnasio y desayunar en la cafetería”, además de pasear por sendas flanqueadas por sonoras acequias, como un nuevo Generalife, encontrar remansos de paz para una charla íntima (del mismo sexo) o celebrar banquetes de negocios. Una jaula dorada, pero una jaula. Un coto cercado y custodiado, ajeno al entorno urbano más próximo (¡pobres bares de barrio, quioscos de periódicos, etc.!) y distantes del corazón de la ciudad, del bullicio populachero.
Como no podría ser de otra forma, estas miniciudades y sus edificios se venden con un canto a la sostenibilidad o, más exactamente, al ahorro energético, con la exhibición de avances técnicos sofisticados, tales como un muro con doble pared de cristal de última generación en el que “rebota el frío y el calor”, por cuya cavidad circula un gas aislante que permitirá importantes ahorros en el sistema de calefacción y refrigeración, consiguiendo que “en la nueva sede no habrá que llevar chaquetas en julio ni tirantes en enero” (sic). Y aún podemos añadir una gran innovación tecnológica con la implantación de lamas como sombrillas, en las fachadas sur y poniente. ¡Un gran invento!
Mi rechazo a estas nuevas miniciudades y la defensa de la permanencia en el centro de nuestras ciudades de las sedes de las grandes empresas públicas y privadas no responde a una “visión romántica” de la ciudad “que hoy no tiene sentido”, como afirma José Miguel Fernández, sino a la necesidad de mantener la riqueza y diversidad del paisaje urbano heredado tanto en su configuración física como en su contenido social. De no ser así, nuestros centros más significativos, o bien quedarán desiertos, anunciando su próxima ruina, o bien sus magníficos edificios servirán de contenedores de actividades más prosaicas, aunque más rentables tanto para las empresas que los abandonaron, como para las que ahora vienen a rellenarlos con hoteles, tiendas y apartamentos de lujo, explotando el valor de la centralidad, las rentas de situación, que dicen los economistas. Basta remitirme a la “Operación Canalejas” como ejemplo.
Eduardo Mangada. Mayo de 2013