El pasado 12 de enero nuestro socio Francisco López Groh publicó en el suplemento de Vivienda de la edición digital de El País el siguiente artículo, que reproducimos aquí por su interés
La eficacia de la ciudad compleja y los viejos comercios tradicionales
Los locales históricos cuyo contrato ha expirado eran patrimonio común, fruto de las relaciones de aprendizaje, comerciales y de socialización
Gracias a la prensa y a algunas asociaciones de vecinos, los ciudadanos hemos conocido el fin de la prórroga de veinte años que el Decreto Boyer de 1985 y la Ley de Arrendamientos Urbanos de 1994 concedían a los inquilinos de locales comerciales. El fin de la prórroga afecta especialmente a locales comerciales situados en las áreas centrales de las ciudades y, en gran medida a comercios tradicionales.
La discusión sobre la «justicia» (y utilidad) de la medida trata, creo, de dos cuestiones distintas: a) las reglas del libre comercio: «el derecho de los titulares a obtener una renta basada en un régimen de libre mercado» (PP y UPD); y b) los efectos de estas actividades en la ciudad, en los bienes públicos, tangibles e intangibles.
Las reglas de la competencia y la liberalización parecen tener un apoyo generalizado. Pero ¿liberalizadoras de qué? Puestos a ponernos del lado del liberalismo podríamos aplaudir medidas que atacaran los sobre-beneficios obtenidos por procedimientos parásitos (rentas) y estar a favor de la libre competencia. ¡Pero estamos hablando precisamente de rentas! Las rentas son ingresos no ganados, basados en regulaciones. En este caso la propiedad del suelo. Cada unidad de parcela urbana, cada propiedad urbana, es un monopolio, así que no es posible «liberalizar» el mercado de suelo. La medida pretende favorecer las rentas del suelo frente a otras actividades.
A efectos colectivos, lo que importa de estos locales (como en su momento se discutía en el Club de Debates Urbanos respecto a Canalejas o la Plaza de España) es cómo se han creado estas rentas de posición y la forma en que estas rentas no ganadas contribuyen activamente a la desigualdad. Los beneficios de posición de un local comercial están relacionados con la velocidad de rotación del capital, con el aprovechamiento de economías de escala localizadas, de nicho, etcétera. Pero todas estas ventajas de posición son el resultado de economías públicas o si se quiere comunes. Es la acumulación de capital fijo colectivo en forma de infraestructuras, población y actividad lo que genera esta riqueza que los propietarios quieren captar en forma de rentas.
Los liberalizadores suelen burlarse de los defensores de estas actividades: vecinos, defensores del patrimonio, y urbanistas, valedores de la diversidad y la complejidad, tratándolos de sentimentales, amantes de un tiempo pasado. Nostálgicos sin más.
¿Nostalgia, recuerdo, historia? Hasta el turista estándar, el que simplemente consume estos bienes, sabe que la ciudad está hecha de todas estas cosas. Pero hay algo más. En la intuición de los urbanistas (no solo) la complejidad, la proximidad y otras estructuras y enlaces de los usos en la trama urbana constituyen el aspecto más admirable y difícilmente reproducible de las ciudades. Y este sistema está sostenido por una intrincada armadura de bienes y usos colectivos y comunes, realizados a veces exprofeso y otras, fruto de las energías desatadas por las relaciones comerciales, de aprendizaje y socialización entre los ciudadanos.
Así que tienen razón los miembros de gentrisaña cuando consideran «los viejos comercios antiguos, tradicionales, o directamente viejos» (…) «el verdadero patrimonio social de Madrid». Por decirlo de forma más seca: son nuestros. Constituyen piezas de la complejidad urbana, de la diversidad de mercancías y servicios y la forma en que estos se proveen. Son piezas de la sostenibilidad urbana. No es nostalgia. Se trata de la eficacia de la ciudad compleja, e incluso de su capacidad de resistencia frente a las reglas uniformadoras de la mercancía universalizada.
Es probable que en los contratos entre comerciantes y propietarios del suelo hubiera flagrantes situaciones de injusticia por una parte o por otra, pero el Ayuntamiento de Madrid ha tenido veinte años para analizar con detalle las condiciones de los locales y los contratos y las aportaciones positivas que estos comercios proporcionaban a los ciudadanos, estéticas o simbólicas, a veces prácticas, otras incluso difíciles de catalogar. No parece imposible que se hubieran podido adoptar medidas transitorias de diversos tipos, desde formas de protección a instrumentos de mediación o apoyo. Pero era algo difícil de esperar de un gobierno municipal que está intentando convertir todo el centro de la ciudad (de nuevo Canalejas, Plaza España, las salas de cine…) en el escaparate exclusivo de banales mercancías mundializadas.
Francisco López Groh es urbanista y miembro del Club de Debates Urbanos