El pasado 13 de noviembre se publicó en el semanario digital AHORA el artículo “Falsos monumentos modernos” de nuestro socio Antón Capitel, que reproducimos a continuación por su interés:
La ciudades protegen los edificios que les dan identidad, pero desde la ambigüedad de una norma que propicia conflictos y frivolizaciones
A imitación de los monumentos nacionales (tal y como antes se decía), las ciudades han protegido también, modernamente, edificios de los siglos XIX y XX de muy distinta importancia y en general usando los planes de ordenación urbana. Es una convención social y cultural: se acuerda que algunos edificios, por sus valores históricos, arquitectónicos y urbanos, han pasado a una situación de metaeconómicos. Esto es, han pasado a estar más allá de la economía, a tener valores que la trascienden o superan. Se trata de una convención que tiene mucho de resto del despotismo ilustrado, desde luego, pero que, al menos en España, ha sido asumida por gran parte de la ciudadanía, que la defiende incluso con ardor, muchas veces con el entusiasmo y con la ira que parecería mejor que quedaran reservados a cosas realmente sagradas, como es la religión. Sin embargo, es tan solo una convención social, cultural y política. Ahora bien, si ese pacto se ha hecho, si se ha decidido respetar determinados edificios, es preciso cumplirla. Madrid fue ciudad pionera en esta protección: en 1973 —aprovechando que la dictadura, ya en alguna medida contra las cuerdas, intentaba desviar sus concesiones hacia la política municipal— el arquitecto Juan López Jaén logró que el Ayuntamiento aprobara un amplio catálogo de edificios a proteger. La ciudad los conservó, por fortuna, y Madrid es hoy lo que es gracias a esta decisión.
La ambigüedad de la norma
Pero en los últimos tiempos, la corporación municipal madrileña, presidida por el partido de la derecha, ha sido escasamente partidaria de estas protecciones aunque no se haya atrevido a suprimirlas, si bien, a veces, se ha dedicado a socavarlas por algunos medios. Uno ha sido la restricción del número de edificios protegidos, cuando les ha tocado continuar con lo iniciado en 1973. Otro, más retorcido y reciente, ha sido la interpretación interesada del grado de protección, el error más grave cometido por estos catálogos. Algunos edificios se protegen de forma integral (como si fueran monumentos), pero otros de forma estructural o parcial. La ambigüedad implícita en las menores es lo que puede originar, y ha originado de hecho, interpretaciones viciosas que no cumplen en realidad con la protección convenida.
Ese fue el caso de la pequeña central eléctrica abandonada de la calle Almadén, casi enfrente del Jardín Botánico, convertida en el Caixa Forum por los famosos arquitectos suizos Jacques Herzog y Pierre De Meuron, que han dejado tan solo parte del cadáver del viejo edificio, levantado en vilo en forma más ridícula que mágica, e ignorado en sus huecos y caracteres propios. ¿No hubiera sido mejor haber autorizado el derribo de la vieja central o, alternativamente, haber obligado al menos a conservar por completo sus fábricas externas? Fingir la protección sin cumplirla, en realidad, ha regalado a Madrid un edificio absurdo, una suerte de falsa ópera prima que exhibe una impúdica teatralidad, y que ha sido realizada por unos sexagenarios. Ahora no hay ya ni vieja central ni una obra buena de los suizos, aun cuando algunos, con inconsciente alegría, hayan celebrado el grotesco collage.
Conservar las fachadas
Pero más grave es el caso que hoy enseña ya su lacerante realidad, el de los edificios de la calle de Alcalá, Sevilla y plaza de Canalejas, hoy derribados por completo excepto sus pobres fachadas, ridículas en su precaria soledad. Vaya a verlas, lector, todavía está a tiempo, contemple en lo que se han quedado el antiguo edificio de Banesto y los que le siguen por Sevilla y hasta la plaza, cuando quedan reducidos a cadáveres incompletos, a pieles con poca carne y deshuesados, antes de que los nuevos interiores completen la impúdica taxidermia fingiendo cínicamente que el patrimonio se ha conservado. La conservación única de la fachada es algo ya tradicional, pero, en cuanto a protección patrimonial, suele ser tan solo una farsa. Podría admitirse, incluso, que la protección de las fachadas, aunque hayan de quedar dramáticamente solas, pueda ser la solución en algunos y muy contados casos: cuando estas son exquisitas y el interior inválido y sin provecho posible. Pero, en términos generales, es el edificio completo el que debe permanecer, aunque pueda ser transformado y modificado, incluso mucho. Y si no, lo aconsejable es el derribo, pues si la sociedad no confía en la arquitectura nueva, los arquitectos sabemos que podría comprobarse antes del derribo, y poniendo los medios necesarios, si lo nuevo va a ser más cualificado que lo viejo.
Muchas de las edificaciones hoy protegidas fueron nuevas y no solo: producto de la vigilancia municipal, de las aprobaciones que arquitectos como Ventura Rodríguez o Villanueva hicieron al final del siglo XVIII y de la tradición de vigilancia cualitativa que el municipio aplicó, siguiendo las normas heredadas de aquellos, en el XIX y buena parte del XX. De Alcalá, Sevilla y Canalejas tan solo cabe marcharse con suficiente rapidez y olvidar así la condición precaria de unas fachadas cuya cruel soledad muestra trágicamente su escaso valor, que solo podría ser grande si se conservaran realmente los edificios. Y esperar que los nuevos interiores no sean demasiado feos ni demasiado grotescos ni demasiado distintos, acaso capaces de fingir con cierta fortuna la farsa teatral que se va a celebrar allí para siempre. Pero no esperemos gran cosa; sobre todo, no un milagro. Todo viene de lo mismo: el municipio pensó que era necesario cambiar la protección integral a estructural (?) con el fin de no asustar a los negociantes del caso, no fuera que se marchasen sin invertir. Es decir, decidió permitir que se pudieran derribar, no solo todo el interior, sino también algunas de las fachadas. Que se mantuviera, por ejemplo, solo la principal y un poco de las laterales, ya que estos lados, y sobre todo la parte de detrás, ni siquiera se ven. Este ha sido el poco sofisticado pensamiento municipal aplicado para el gran gigante, el Edificio España, frívolamente comprado y frívolamente vendido por el Banco Santander a un millonario chino, que ahora tiene en sus manos la patata caliente más grande del mundo. Pues, dígannos ustedes, munícipes desaparecidos: ¿qué entienden por fachada principal y parte de las laterales? Esto es lo que se obliga a conservar, precisamente en un edificio completamente exento, con grandes chaflanes en las esquinas y de fachada absolutamente continua; esto es, en un edificio en el que resulta imposible definir un límite claro en cuanto a lo que se derriba y se conserva en sus fachadas. No hay dónde trazar una raya lógica.
Parte del paisaje
El Edificio España es arquitectónicamente mediocre, podría derribarse según esta consideración, pero está protegido, y la corporación saliente no se ha atrevido a desprotegerlo por completo, solo a dejar la protección en precario, generando así un problema irresoluble. Parece ser que detrás de la nueva propiedad está Foster, según se ha dicho en la prensa. El peor Foster posible es mejor, arquitectónicamente hablando, que el Edificio España. Y no sería difícil conseguir, y controlar perfectamente, que aquí apareciera una cualificada nueva obra.
Ahora bien, hay dos pegas grandes. Al parecer, las normas urbanísticas darían menos volumen a un edificio nuevo, disposición que protege al existente o, al menos, a la farsa de que se conserve. La otra es que, más allá de la calidad que pueda pensarse que el edificio tiene, muchos de los ciudadanos lo consideran patrimonial, parte de la identidad de su ciudad y hasta de ellos mismos, y tienen además a la ley de su parte. Esta última consideración, lógicamente, no permite farsas o no debería permitirlas. Pero además, la corporación municipal saliente ha permitido el vaciado interior total y el derribo de la estructura de hormigón armado, lo que, dada la condición gigantesca del edificio, no es otra cosa que una verdadera temeridad, además de un importante despojo. Dice el eminente profesor arquitecto Ricardo Aroca que podría realizarse una estructura vertical trasera capaz de conservar en equilibrio la fachada frontal y realizar la nueva estructura. Pero sería carísimo y muy arriesgado. El ingeniero Jesús Jiménez aseguró que se podía dejar en vilo la fábrica de ladrillo de la central eléctrica del Caixa Forum, y tal y como lo dijo lo proyectó y se construyó. Pero lo importante no es que pueda hacerse, lo importante es que no debe hacerse. La conservación parcial de un edificio, la farsa, no es admisible, y mucho menos si es muy cara y muy arriesgada. El derribo de la enorme estructura de hormigón, una vez construida la estructura nueva que ha sugerido el profesor Aroca, generaría una etapa interminable de ruidos, de polvo, de bajadas y de retiradas de las toneladas de escombros. ¿Qué habría que hacer con la plaza de España y con los aledaños hasta que eso acabase? ¿Qué compañía aseguraría a los técnicos que dirigieran la obra y cuánto costaría ese seguro? ¿Se encontrarían realmente esos técnicos?
Una nueva farsa
“Desmontar” el edificio (demoler es la palabra correcta) y reconstruirlo, como la propiedad pretende, es una farsa, la mayor posible. La nueva corporación municipal lo ha descartado sensatamente. Lo único sensato que queda es, pues, restaurar el edificio y olvidar la conservación parcial. Dejar en paz las fachadas y dejar en paz la estructura. Arreglarla y repararla, e incluso reforzarla si lo necesita. Esto es lo más barato, lo menos arriesgado, lo más práctico y lo más rápido. Una vez eliminados los interiores, incluso resulta relativamente sencillo derribar escaleras y ascensores y disponerlos de nuevo como se crea conveniente.
Hay que aceptar, desde luego, que está la estructura antigua, eso sí, y que será más gruesa de la cuenta, pero esto no resulta problemático para ningún proyectista y está compensado con creces por el hecho de no tener que derribar. Me permito recomendar a la nueva corporación municipal, que ha dado ya muestras de sensatez, que siga por el mismo camino y que prohíba todo lo que no sea conservar las fachadas y la estructura, es decir, rehabilitar y restaurar de forma normal. Incluso por encima de que haya existido un pacto comercial, pues no es una ley; incluso por encima de que el municipio ya hubiera dicho otra cosa, pues podría desmentirse en favor de la mejor solución, política, social y culturalmente hablando. No hay perjuicio, ya que el único posible es el económico, y la obra sin derribar es la más económica y el aprovechamiento comercial es el mismo. Además, ¿no se había establecido que los edificios patrimoniales son metaeconómicos? ¿No conocía el millonario chino esta característica, que se produce en cualquiera que sea el caso y el lugar? Se dirá, claro, que sin derribar no se pueden hacer debajo grandes sótanos y, sobre todo, grandes garajes. Y que así desaparece parte del negocio previsto. Pero es preciso recordar que en la plaza de España hay un gran estacionamiento público y que, además, no se puede permitir que se siga metiendo el automóvil sistemáticamente en la ciudad central. Esto es un gran error y alguna vez habrá que empezar a resolver este problema en Madrid. Es un asunto que la nueva corporación municipal no puede eludir. Solo puede aspirarse a un mejor edificio nuevo y, si no, a una restauración del antiguo. Lo demás es riesgo innecesario, por un lado, y tomadura de pelo a los ciudadanos, por otro. Es una farsa absoluta en cuanto a la conservación del patrimonio urbano que el propio municipio ha dispuesto proteger.