En memoria y homenaje a nuestro amigo Fernando Roch, arquitecto, catedrático de Urbanismo de la ETSAM y colaborador del CDU, recientemente fallecido, nos unimos al recuerdo que le ofrece Alfonso Álvarez Mora.
Para Fernando, en el recuerdo.
Alfonso Álvarez Mora
El pasado día 28 de agosto falleció, en Madrid, nuestro entrañable amigo Fernando Roch. Casi medio siglo de amistad no puede expresarse en unas pocas palabras, no tanto por las casi infinitas vivencias que la han alimentado, demasiadas para ser contadas en este pequeño escrito, como por el sesgo personal que encierran, sólo comprensible a la luz de la especial relación que mantuvimos.
Nuestro primer encuentro ya gozó de una singularidad que forjó, a partir de entonces, una amistad inquebrantable. Entonces comprendí que estaba delante de una persona que podría merecerme la pena. Y no me equivoqué. Por aquel entonces,1973, con apenas 27 años recién cumplidos, comenzábamos a movernos, quizá, Fernando mejor que yo, en ese mundo cultural que hizo de los últimos años de la Dictadura, y de los inicios de la Transición, una época en la que brillaron, por encima de todo, aquellas ideas que nos permitían pensar que todo era posible, incluso, la libertad desde el guiño que esbozaba la izquierda política. No era Fernando un hombre de partido, pero siempre estaba en la disciplina que la izquierda, por supuesto, la del Partido Comunista, era la única que aparecía por entonces, reclamaba como sostén movilizador. Esa cultura era, sobre todo, crítica hasta, si se me permite, la destrucción desesperada. Había que vaciar, por ejemplo, cualquier interpretación del arte, apartarlo de su comodidad institucional. Y así fue como, en aquel encuentro, estábamos “vigilando” un examen de Urbanismo, de cuya asignatura en cuestión éramos profesores, iniciamos una conversación a propósito de la pintura de Picasso. Bruno Zevi, cuya Historia de la Arquitectura Moderna estaba yo leyendo por entonces, me descubrió el Cubismo, la importancia de la “cuarta dimensión”, el tiempo, lo que se expresaba, según Zevi, en esas figuraciones de rostros humanos yuxtapuestos entre sí, pero pertenecientes a una mismas persona. ¡Chorradas!, me increpa Fernando, procediendo, a continuación, a desmontarme la figura de Picasso, sobre todo, una de sus obras clave, el Guernica. Desde entonces, comprendí que había que dudar de todo, que teníamos que confiar en nuestros propios criterios, que había que dejar a un lado aquellos prejuicios que nos impedían razonar por nosotros mismos, que no deberíamos dejarnos llevar por lo que los demás pensasen de los hechos y de las cosas. Es decir, lo que, muchos años después, aprendí del pensamiento de Rousseau. Pues bien, ese Fernando que despotricaba de Picasso, fue el mismo que, muchos años después, en una subaste de arte, pujó por un cuadro, el cual se presentó de autor anónimo, pero que Fernando intuyó que podría ser de Federico Madrazo. Consiguió el cuadro, marchó a casa, desmontó el marco de la obra, y cual fue su satisfacción cuando delante de él, oculta por el marco del óleo, estaba la firma de citado pintor.
Por encima de su condición de arquitecto, de su posterior carrera académica, que lo catapultó a una Cátedra de Urbanismo en la Escuela de Arquitectura de Madrid, por encima de todo ello, decimos, y sin concederle ninguna importancia a los logros personales que sancionaban los “evaluadores” de turno, a quienes despreciaba sin miramiento, Fernando valoraba, sobre todo, el criterio que conduce a la razón. De ahí su resistencia a involucrarse en una carrera académica por la que la mayoría están dispuestos a morir. Los cánticos de Fernando han sido otros, muy apartados de convencionalismos que recrean la sumisión intelectual que acaba con la ciencia. Su curiosidad contagiosa recalaba por otros senderos, se asomaba a otras panorámicas, aquellas que dejaban ver un infinito esperanzador. Recuerdo, a propósito de esta curiosidad endémica que lo caracterizaba, el encargo que recibí de él, cuando me encontraba en Roma, allá por el año 2004, para que le buscase alguna edición facsímil, si es que existía, del libro atribuido a Fracesco Colonna, “Sueño de Polifilo” (“Hypnerotomachia Poliphili”), libro que conoció su primera edición hacia 1499. En dicho libro, que relata los amores de Poliphilo con Polia, se recrean geografías, paisajes, edificios, ambientes…etc., del mundo clásico. Llama la atención el significado que encierran los nombres de los personajes, muy acorde con la personalidad de Fernando. Poliphilo significa “amigo de muchas cosas”, y Polia “muchas cosas”. ¿Es casual la curiosidad que sentía por este libro?. No lo creo, su intencionalidad, para mí, era evidente. Como evidente fue, poco tiempo después de la anécdota de este libro, el interés que mostró, junto con Maribel, por determinados ambientes italianos, durante el tiempo que nos visitaron en Roma, donde me encontraba junto a mi familia disfrutando de un año sabático. “Tenemos que ir a Bomarzo”, me dijo, y allí nos fuimos. A cambio, un trueque que no significa desafección al jardín de los Orsini, les enseñé la cercana Villa Lante, ante la cual nunca vi a Fernando tan complacido, él que apenas se dejaba impresionar por hechos que no fuesen, verdaderamente, memorables. La Villa Lante, para mi satisfacción, fue uno de ellos. Tampoco faltó la visita a Palestrina, donde admiramos el Palacio Barberini, reconstruido sobre las ruinas del Santuario de la Fortuna Primegenia, y donde se encuentra uno de los mosaicos mas espectaculares que existen, el del Nilo, de ascendencia helenística. A Fernando no podía ofrecerle la vulgaridad de un turismo mediatizado por intereses monetario-ideológicos, sino el “viaje, tal y como lo comprendían, y contemplaban, tantos personajes históricos, sobre todo, escritores, de los que hemos heredados los textos que redactaron en sus recorridos por el mundo.
Y, qué decir de su dedicación docente, de su actividad profesional en el campo del urbanismo. Verlo impartir clases, conferencias, cursos de todo tipo, era un privilegio. A nadie dejaba indiferente, tal era el talante que desplegaba, la ironía inteligente con la que abordaba cualquier cuestión. Además del sentido del humor que tenía, y de lo cercano que resultaba todo lo que enseñaba, a pesar, en muchos casos, de la dificultad del tema que tenía entre manos. Era un auténtico maestro en el arte de la dialéctica oratoria. Aunque decía que Cicerón era un reaccionario, mucho de él estaba presente en la manera enfrentarse a la explicación de los hechos.
Privilegiado pedagogo que se dejó sentir, como no podía ser de otra manera, en la actividad profesional que desarrolló en el campo de la Planificación Urbana. Para él, redactar un Plan era un ejercicio de pedagogía. Había que comprender la ciudad, cómo se había producido, no tanto para que el “planificador” supiese qué tenia entre manos, ya que, al final, propondría lo que le exigiesen los propietarios del suelo, como para que los ciudadanos dispusiesen de una arma dialéctica con la que luchar por sus intereses. Y, para ello, nada mejor que inmiscuirse en los procesos de producción inmobiliarios que “modelan” la ciudad a gusto de los intereses del capital. Apegado a la tradición marxistas, y siempre de la mano del Lefebvre, único referente ante el que se rindió, Fernando se convirtió, a su vez, en el otro referente que hizo de los “análisis de la promoción inmobiliaria” el marco real para comprender el porqué de una ciudad. De él escuché, por primera vez, que la ciudad se hace “construyéndola”, pero, también, “demoliéndola”. Tan importantes son los promotores clásicos como los “depredadores” más encarnecidos. Unos y otros contribuyen a poner en marcha esos procesos de “apropiación” del espacio que colocan a cada cual en el lugar que les corresponde por razones que obedecen a su nivel de renta. Recuerdo, en este sentido, nuestra experiencia en el Plan General de Córdoba, allá por los inicios de los años 80. En ese Plan se dejó ver uno de sus primeros intentos serios en el que abordaba el proceso de producción de dicha ciudad desde el conocimiento de la “promoción inmobiliaria”. Llegó a demostrar que en Córdoba se habían construido, en dos décadas, tantas viviendas como las que existían, y ello, sin apenas variación en la evolución de la población residente. La cara que puso el Arquitecto Municipal, a la vista del documento donde se corroborada esta conclusión, fue tan elocuente que no pudo articular palabras precisas. Solamente nos dijo: “Pero, me dicen ustedes que yo he permitido doblar la ciudad de Córdoba”?. “Así es”, creo que le contestamos. Pero si esto era evidente, lo que, de alguna manera, podría ser comprendido por el Arquitecto Municipal, eso sí, después de mucho luchar contra su propia conciencia, lo que no le cabía en la cabeza es que esa “explosión urbana” llevaba aparejada la desocupación, por demolición continuada, de sus zonas centrales histórica. Mucho menos cuando Fernando dejó constancia, en su análisis, del papel fundamental de estos “demoledores” como los otros “constructores” de la ciudad, titulando a algunos de ellos como “demoledores profesionales”. Fácil es adivinar que estos términos enervaron a nuestro interlocutor municipal.
Y después de todo esto, cuando ya nos calmamos, sin renunciar, eso sí, a la crítica mordaz, adoptando un aire más conciliador, quizá, con menos vehemencia, pero con una mayor seguridad en nuestras convicciones, llegamos a esa etapa de la vida en la que la experiencia acumulada nos podía encauzar hacia un final, aún lejos, pensábamos, que estuviese colmado de la serenidad intelectual necesaria. Pero, no ha sido así. Apenas iniciada esa etapa tan prometedora para todos aquellos que han acumulado vida, como era el caso de Fernando, que pueden confesar, como Neruda, que han vivido, y que la generosidad hace que se transmuta en ayuda a los demás, apenas iniciado esto, decimos, se nos va como si hubiera cometido una falta, como si le estuviesen reclamando que no cumplió lo prometido. Si fuésemos existencialistas, diríamos que Dios es injusto, que abandona algunos de los apelativos que se le atribuyen. Pero como no lo somos, simplemente diremos que las personas no mueren si no queremos, porque está en nuestras manos la memoria que nos hace retener lo que parece que se ha ido. Recordar es construir vida, y la fuerza de la memoria es tal que nos puede permitir, incluso, enarbolar la idea de la inmortalidad como si fuésemos dioses. Decía Proust, que “…si lo que el día nos recuerda es la muerte de un ser querido, entonces la pena consiste tan sólo en una comparación más viva con el pasado”.
Así será cómo te recuerde, comparando mi vida con el pasado que fuimos, para revivirlo, aún más, si fuese posible, aunque de lo que estoy seguro es que esa vida, a partir de ahora, será un poco peor.
En Palestrina, Palacio Barberini, junto al Mosaico del Nilo.
2 respuestas a PARA FERNANDO, EN EL RECUERDO, Alfonso Álvarez Mora