El 4 de febrero ha muerto en Madrid el arquitecto Javier Seguí de la Riva; se nos ha ido de repente, víctima del coronavirus. Y un vacío clamoroso ha inundado las ahora vacías —vaciadas por ese virus homicida— aulas de la Escuela de Arquitectura.
En su larga docencia en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid formó a generaciones de arquitectos, mostrándoles —haciendo que ellos mismos fueran encontrando— un modo de dibujar, de pensar, de discutir, de leer; un modo de descubrirse a sí mismos en ese mundo de lo universitario que Seguí gustaba contraponer —por necesariamente complementario— con el de la realidad de la industria de la edificación.
En esta Escuela, ganó la cátedra de Análisis de Formas Arquitectónicas en 1974. Tenía entonces treinta y cuatro años y la energía suficiente para desmontar estructuras docentes que le parecían improductivas. Acabó entonces con los tradicionales dibujos de copia de estatua e introdujo prácticas inopinadas —sorprendiendo tanto a los alumnos como a no pocos de los profesores de su cátedra—, prácticas que procuraban un nuevo aprendizaje de la herramienta gráfica en arquitectura.
Más allá de la «representación» (concepto sobre el que nos ha dejado no pocas reflexiones), introdujo nociones como la «interpretación» o la «expresión libre»; acciones que provocaran la reacción gráfica del alumno ante estímulos no sólo captados y conducidos por el sentido de la vista y de lo que se puede tocar. Sobre todo, quiso Seguí dar al traste con la limitación del dibujo acabado, de la composición encerrada en sí misma. Defendió el dibujo abierto, como indagación desprejuiciada, incluso inconsciente, pero obligadamente seguida de la reflexión sobre lo llevado a cabo: un dibujo no se termina nunca —decía— ni se empieza en un momento dado; es un proceso, es como una corriente.
Esa dialéctica entre pensamiento y acción —que le llevaba a reemplazar siempre el sustantivo «dibujo» por el infinitivo «dibujar»— presidió su docencia. Así le vimos durante tantos años dibujando/reflexionando; recurrentemente, a todas horas: dibujando ante los alumnos, dibujando en su mesa de despacho, dibujando en las sesiones del Consejo de Departamento. «No puedo leer sin escribir, ni escribir sin leer —sostenía—. También necesito dibujar como un dejar de leer y escribir, pero leer y escribir me llevan a dibujar como dibujar me lleva a leer-escribir».
Obtuvo el título de Arquitecto en la ETSAM (1964), realizando en sus primeros años de carrera profesional importantes proyectos y concursos (como, con Carvajal, el célebre y no llevado a cabo para la Ópera de Madrid). Su interés intelectual se extendió por muy otros campos: en la Universidad Complutense estudió Psicología (1968) y, atraído muy tempranamente por el mundo de los computadores, fue miembro fundador del Seminario de Análisis y Generación de Formas Arquitectónicas (1968). En compañía de su mujer, Ana Buenaventura, clave imprescindible para entender lo que ha sido Javier Seguí, viajó por buena parte del mundo; y de todas partes supo extraer largos aprendizajes («el viaje a Brasil —confesaba— modifica mi sensibilidad ideológica, social y profesional»).
En la ETSAM, además del desempeño de su cátedra y de ser director, muchos años, del Departamento de Ideación Gráfica Arquitectónica, fue subdirector de Investigación y Jefe de Estudios; dirigió también el Centro Superior de Diseño de la Universidad Politécnica. Con todo, la relevancia de su quehacer docente se extendió mucho más allá. Fue referencia esencial en el área de conocimiento de Expresión Gráfica Arquitectónica (EGA) en todas las Escuelas de Arquitectura españolas y de otros países, particularmente en Italia e Iberoamérica (porque incluimos también Brasil); y propició la organización de los Congresos Internacionales EGA y de la prestigiosa revista EGA. Expresión Gráfica Arquitectónica.
Fue hombre de desusada cultura, gran conversador y escuchador del otro (pero no por ello condescendiente con el error o con la estupidez); acogedor siempre y a la vez provocativo (en el único sentido en que esto merece la pena ser: cuando se provoca a la inteligencia); esencialmente elegante, de una elegancia infrecuente (para entendernos, nunca le vi por el pasillo hablando por el móvil); firme y delgado hasta el final, «machacándose» disciplinadamente en el gimnasio hasta que el virus homicida le dio alcance.
Alguna vez, tratando de la resbaladiza idea de identidad —él se sentía más cómodo en no tener que diferenciarse necesariamente de los demás, en no tener que inventarse quién era—, le escuché decir que quizá su existencia estuviera más en los otros que en él mismo. Esta mañana, cuando desde mi despacho en la Escuela de Arquitectura, justo enfrente del suyo, he visto su escritorio lleno de libros sin terminar de leer, con post-its amarillos pegados en la pantalla de su ordenador, he recordado esa afirmación que me pareció entonces tan chocante. He pensado en cuánto de él queda en nosotros, los que fuimos sus alumnos, sus compañeros del Departamento, los que tuvimos la dicha y el privilegio de convivir cotidianamente con él, de escuchar su timbre de voz asombrosamente persuasivo y hermoso y hasta de compartir con él su santa indignación. Pienso, sí, en cuánto de él queda en todos nosotros. Por siempre.
5 de octubre de 2021
Javier MOSTEIRO
Catedrático del Departamento de Ideación Gráfica Arquitectónica de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid
Socio del CDU