Resulta novedoso que se novele, mucho después, la vivencia del Sur madrileño hasta componer una nueva travesía por ese eterno tiempo de silencio: Ahí estaban ellas.
El testimonio de una mirada siendo mujeres quienes miran un paisaje con mujeres como fardos en venta, aparcadas en esos recovecos urbanos, la peor reedición de los viejos arrabales. Manuela Mauri, inspectora de policía y Guadalupe Larbi, oficial, blanco y negro entre secarrales y abandonos, rompen el tic de irrumpir en esta historia por ser las guapas de rigor o las acompañantes de adorno. Investigan con decisión, sin más afán de trascendencia que la decidida intención de desvelar la heroicidad obligada de la peor supervivencia. Buscan un ser humano, en lo que no pasan de ser trozos dispersos, para devolverle la dignidad de su nombre a una carne negra anónima, despedazada, que costaba poco. Virajes entre vertederos desde Pinto a Valdemingómez.
El trasfondo es un viaje entre los gradientes de esta ciudad, desde el Ensanche, cobijo entramado de calles que a medida que va desembocando al sur, se disipa y deja de ser un lugar para convertirse en una condición, la de la desigualdad y la pobreza. La periferia desolada, suburbios decadentes.
Los descampados, un fin y un inicio, la entrada a un paisaje triste, feista, el de las tierras de yesos, salpicadas de barrios de oleadas, acolmenados, encerrados entre vías, carreteras, viejos cuarteles, que no acaban de ser la ciudad a la que pertenecen. El desamparo en fractales replicándose deja ver ese ángulo ciego que es un pellizco del infierno, Villaverde y sus espacios varados por un destino nublado entre el fin de la ciudad de Madrid y el inicio de la de Getafe. Desorden asimétrico de piezas medio caídas, medio resurgiendo, el standbye social. Y el polígono Marconi como un inframundo venido de cualquier latitud en demolición, que se enquista en ese erial para ofrecer sus mercancías de naufragios, mujeres traficadas, esclavizadas, arrancadas de sus vidas, que recalan en un campo que las extermina como seres humanos.
Ellas repartidas por las cuadriculas según procedencia: del Este, asiáticas, africanas, clasificadas por precios, los cuerpos desnudos con tacones brillantes a un lado, y los despojos en los huecos más sórdidos porque valen menos. Y el rincón de los travestis. Cada cosa en su lugar en esa geografía de las existencias sin más valor que el desahogo barato entre lo exótico y lo perverso.
Todo material desechable, perecedero. Frente a la vieja producción brota el consumo. Baudrillard, decía que para ser consumidos los objetos (aquí, las prostitutas) han de convertirse en signos. Signos de explotación, de abuso, de vejación, expuestas en el escaparate de la calle que invisibiliza el trasiego de hombres respetables, padres de familia, excéntricos en coches de gran cilindrada. Hipocresía y suelos cubiertos de pañuelos sucios y cientos de preservativos. Y los sistemas de aguante, economías de subescala ad hoc: maderos para las fogatas que aplacan el frío, condones, cafés, pirulas.
Enfrente San Cristóbal, el barrio con nombre de ángel patrón de los viajeros, que por estos parajes vuela con plomo en las alas, y en el horizonte los vertederos, el negocio de las basuras como metáfora social, somos las basuras que producimos.
Inmundicias necesarias, todas las formas de humillación que son ignoradas o se evitan con grandes declaraciones morales, pulcras y severas convicciones, conciencias satisfechas, ciegas a esa inmensa soledad, la de todas ellas sometidas al sufrimiento de la explotación.
Relatan dos mujeres esa miseria cotidiana con la que convivimos desvelando, a través de unos pedazos a la mujer borrada, Dayesi Bello. Como la vida misma.
Lorenzo Silva, escritor prolijo y conocedor del sur del que ha sido vecino en el municipio de Getafe. Noemí Trujillo, escritora, poeta y editora.